Llámenlo "Mister Dinamita", o simplemente "Padrino" (no, no estoy hablando de Marlon Brando ni de la maravillosa película de Coppola), pero pronuncien su nombre con cuidado, con el mimo de quien está citando a una estrella imperecedera, que brillará muchos años después de su desaparición y a la que la galaxia de la música negra siempre reservará una luz para que ilumine nuestros dubitativos pasos. Esta auténtica bestia, que avasallaba con sólo un movimiento de cadera y escandalizaba fuera de los teatros por su precoz tendencia al delito (siendo apenas mayor de edad ya había dormido entre rejas y pasado varios años entre las paredes de un rígido reformatorio), presentó sus credenciales en 1959 con una llamarada de soul-funk titulada "Please, please, please" que lo situó en la primerísima línea de fuego como el adalid de un nuevo sonido que asimilaba todo lo anterior y lo vomitaba en contundentes arcadas de groove endiablado y genial. Cuando en 1962 pisó el escenario del Apollo Theater de Nueva York, ni él ni nadie era consciente de que estaba grabando uno de los grandes discos en directo de la historia, con la ayuda inestimable de una banda sencillamente alucinante, los excelsos Famous Flames, que contribuían con su ritmo endiablado a una puesta en escena que se transformaba casi en una actuación teatral al desgranar uno a uno todos sus éxitos, entre los que destacaban las extensas revisiones de "Lost someone", "I'll go crazy", "Think" o "Night train", redondeando una obra capital en el desarrollo y posterior influencia de la música negra.
Pese a sus excesos, su extrema profesionalidad sobre las tablas y su exasperante meticulosidad al arreglar las canciones le llevó a varios conflictos y discrepancias con los respectivos músicos que lo acompañaron a lo largo de su carrera, llegando incluso a despedir a varios simplemente por dar una nota a destiempo o no adaptarse a lo que el líder necesitaba en cada uno de sus recitales. Los JB's, que lo acompañaron durante una de las etapas más exitosas, pueden dar fe de ello en boca de Maceo Parker, toda una eminencia del saxo, o del propio Fred Wesley, su más ilustre trombonista. Incluso a finales de los 80, cuando la decadencia llamó a su puerta y las drogas empezaban a devorar al mito, fue detenido de nuevo, esta vez por los maltratos que infligía a su mujer, y diez años después fueron sus escarceos con las armas las que terminaron de nuevo con sus huesos en la cárcel. Pero ahí están sus discos y su extraordinaria huella en cualquier género limítrofe con el soul, y apenas unos años después de su fallecimiento su figura puede situarse junto a las de Elvis Presley, Bob Dylan o John Lennon, por citar sólo algunos de los nombres clave, en los altares de la música popular. Y cuentan las malas lenguas que en 1964, al acudir a un set de rodaje en Santa Mónica y enterarse de que los Rolling Stones, recién aterrizados de Inglaterra, eran las estrellas que cerrarían el show, montó en cólera y puso en marcha su maquinaria pesada para demostrar en apenas veinte minutos que no había nadie que se moviera a tal velocidad y derrochara tanto feeling, que el volcán había entrado en erupción y hacer que Mick y Keith, atemorizados entre bambalinas, aún recuerden que su mayor equivocación fue salir después de aquella máquina imparable. Y creo que la forma de bailar de Jagger le debe mucho a aquel momento.
Preparen sus mejores galas para asistir a un viaje en el tiempo: el 8 de marzo de 1971, en el Olympia de París, nadie pudo reprimir los gritos de asombro, pues lo que se vió y escuchó allí, efectivamente, era casi de otro mundo.
JJ Stone